Era un día soleado de otoño la primera vez que Bárbara se fijó en que el
abuelo tenía muchísimas arrugas, no sólo en la cara, sino por todas partes.
- Abuelo, deberías darte la crema de mamá para las arrugas.
El abuelo sonrió, y un montón de arrugas aparecieron en su cara.
- ¿Lo ves? Tienes demasiadas arrugas
- Ya lo sé Bárbara. Es que soy un poco viejo... Pero no quiero
perder ni una sola de mis arrugas. Debajo de cada una guardo el recuerdo de
algo que aprendí.
A Bárbara se le abrieron los ojos como si hubiera descubierto un tesoro, y
así los mantuvo mientras el abuelo le enseñaba la arruga en la que guardaba el
día que aprendió que era mejor perdonar que guardar rencor, o aquella otra que
decía que escuchar era mejor que hablar, esa otra enorme que mostraba
que es más importante dar que recibir o una muy escondida que decía que no
había nada mejor que pasar el tiempo con los niños...
Desde aquel día, a Bárbara su abuelo le parecía cada día más guapo, y
con cada arruga que aparecía en su rostro, la niña acudía corriendo para
ver qué nueva lección había aprendido. Hasta que en una de aquellas charlas,
fue su abuelo quien descubrió una pequeña arruga en el cuello de la niña:
- ¿Y tú? ¿Qué lección guardas ahí?
Bárbara se quedó pensando un momento. Luego sonrió y dijo
- Que no importa lo viejito que llegues a ser abuelo,
porque.... ¡te quiero!
Pedro Pablo Sacristán
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